Caballito de Palo

¡Arre, arre caballito de palo! La tormenta se acerca y el cambuche está muy lejos todavía. Recuerda que no te puedes mojar, otra lluvia no resistirás; tu madre es una escoba y tu padre madera podrida, ¿a eso quieres llegar?

 

¡Arre, arre caballito de palo! Falta mucho por andar. Tu crin de estropajo conserva el polvo de tus recuerdos de aserrín, cuando tus ojos de corcho se habrían por primera vez a un nuevo amanecer. Tu nacimiento tuvo lugar entre tablas, lijadoras, serruchos y el entrañable aroma de barniz. Desde el comienzo todo en ti fue traumático, no creí que lo lograrías. La corteza que cubría tus desnudeces era un pedazo de piel corroída y putrefacta, ni las polillas te querían ya. De antemano, a la fogata de algún asado estabas destinado a parar, sin embargo había algo en ti, un brillo en uno de los múltiples agujeros que cicatrizaban tu superficie, que delataban tus ganas de existir. Naciste viejo, naciste muerto, y aún así alcanzaba a escuchar tus desgarradores relinchos reclamando un lugar en mi establo. Te saqué del matadero, te limpié y te puse pelo para convertirte en mi compinche de aventuras, mi Plata ensillada, corcel de paso fino con quien recorrería las zonas mas azarosas de mi pequeño jardín, los desiertos de mi sala, de la cocina los collados sin fin.

 

¡Arre, arre caballito de palo! Mira que las nubes se ponen más negras. ¡Corre como el viento!, como aquella vez en que mis padres se pelearon y tú y yo decidimos escapar. Yo sudaba como mula. Acezante, miraba como tú ni te inmutabas, era como si yo fuera el que estuviera corriendo tú el que estuviera sobre mi. Recorrimos sitios conocidos, otros no tanto, más al final el cansancio y el hambre nos vencieron y tuvimos que regresar. No sabíamos lo que nos esperaba al llegar: a mi una tunda y a ti en la basura un incómodo lugar. A escondidas te saqué al otro día. Con las nalgas rojas por la paliza hasta mi habitación te arrastré y debajo de la cama con cariño te arrunché. El frío de la madrugada te golpeó con fuerza, y mucho me asusté porque muy tieso te veía.

 

¡Arre, arre mi pequeño Rocinante, no es hora de desmayar!, acabo de sentir la primera gota caer sobre mi frente. Estás tan delgado, los años te han pasado la cuenta de cobro. Tu cuerpo desprende astillas por doquier, ¡ya no eres el mismo! Mi peso no aguantas, ni corres tampoco, ¿Qué te ha pasado mi caro amigo? No te deshagas en pleno camino; tu crin entre mis manos se desvanece, tus ojos ruedan como bolitas de piquis y tu cabeza de plástico es decapitada por las fieras gotas que ahora taladran mi pecho. ¡Arre, arre caballito de palo!, ahora tendremos que hacer un desvío para llevarte al veterinario.