Las crónicas de Narnia

¡Que bella serie!, ¡que hermosa historia! Desde La Travesía del Explorador del Amanecer, hasta La Última Batalla (me ví las dos primeras películas) la mágica historia que nos cuenta CS Lewis nos envuelve en un conmovedor mundo de fantasía, un particular universo ancestral donde las lecciones de vida marcan la pauta del relato que en cada página se ve enriquecido por la prodigiosa imaginación del escritor británico. Las lecciones morales de cada libro le imprimen mayor fuerza a la historia; de ser un cuento con personajes míticos y animales que hablan se convierte en una guía moral; la bitácora de aquel testigo de primera mano cuyas anotaciones hacen que queramos pertenecer a Narnia y estar junto al Gran León.

 

En su concepción, Las Crónicas de Narnia estaban destinadas al público infantil, sin embargo, el desarrollo de los personajes y la complejidad de algunas de las situaciones hacen inevitable que muchos adultos se vean reflejados en ciertos pasajes, bien sea porque nunca dejaron de ser niños caprichosos o porque las exigencias de la vida apagó en ellos la última llama de niñez que había en ellos, cegándolos a aquel otro mundo escondido al interior del ropero. Son siete libros, siete historias que perfectamente se pueden leer en siete días. Al terminar cada libro queda una extraña sensación, un sabor dulce, como cuando se come mucho chocolate; se quiere más, no importa que los ojos estén cansados de tanto leer. Con la serie de Narnia sucede lo mismo que con Historia sin fin, la película británica de mediados de los ochenta: el niño que está leyendo el libro acompaña al protagonista de la historia en todas sus peripecias hasta violverse parte vital de la trama. Con Narnia las batallas de Pedro, Edmundo, Rilian y Aslán son nuestras batallas; sus perdidas las hacemos nuestras pérdidas y sus conquistas nuestro orgullo. Sentimos vibrar la tierra bajo nuestros pies con el poderoso cabalgar de los fieros centauros, y cuando queremos pararnos un momento para estirar las piernas miramos al piso, no sea que accidentalmente le pisemos la cola a Ripichip.

Es indudable la influencia cristiana de Lewis en los libros, y esto es lo que los hace mas bellos. Todavía recuerdo la última parte de La Travesía del Explorador del Amanecer en la que Lucy le dice a Aslán que no quiere dejarlo de ver, y él le contesta que nunca va a separarse de ella, que en su mundo ella lo conoce con otro nombre. Al leer esto no pude dejar de hacerme una pregunta: ¿en que mundo vivo yo? ¿En el mundo de las exigencias sociales, los compromisos y los intereses frívolos o en el otro mundo que no vemos pero que está ahí y reclama con tierna voz nuestra presencia? Aveces es bueno reavivar nuestro niño interior, sacudirnos de los convencionalismos superfluos y poner en perspectiva nuestros sueños y metas.

 

Vale la pena mencionar de las ilustraciones de Alicia Silva Encina. Dibujos sencillos pero que reflejan la tierna inocencia de los niños que de antemano ya habían sido apartados para navegar por los Mares del Norte, la ciudad de los gigantes y el mundo subterráneo de los enanos. Mientras las veía, no sé porque, pero me acordé del Principito.