LA NANA DE LUIS

Capítulo I

 

Le encantaba observar  como la diminuta bailarina daba vueltas y vueltas dentro del estuche de madera mientras la música sonaba; ese había sido el último regalo de su abuelo materno, un recuerdo que lo acompañaría el resto de su vida. Don Mario había sido una de las pocas personas que supo comprender el mundo interior de Luis; aunque sus padres tenían la mejor voluntad del mundo, no lograban entender muchas de las cosas de su hijo. Raro, excéntrico, solitario, depresivo y otros calificativos por el estilo acompañaron a Luis durante los primeros años de su vida, no era un niño feliz, al menos esa era la impresión que un observador casual se podía llevar. Era extraño verlo sonreír, algo que para un chico de cinco años resultaba especialmente particular,  sin embargo era de notar el interés que mostraba hacia las artes, especialmente hacia el dibujo;  aunque la cuadra estaba llena de niños de su edad, Luis prefería quedarse en casa pintando, ajeno a lo que pasaba a su alrededor.

Paisajes donde el verde sobresalía bajo un pequeño sol sonriente que por poco y rozaba los techos triangulares de las casas, estrellas que rodeaban a una luna soñolienta y edificios torcidos que parecían inclinarse sobre la gente para comérsela eran plasmados en cientos de cuadernos apiñados en la pequeña biblioteca que su padre le había armado. Junto a su abuelo, el pequeño  pintaba mientras este le relataba historias maravillosas de niños aventureros perdidos en mundos extraños y peligrosos. Su madre apenas se sonreía, Luis parecía no prestar atención a lo que decía su abuelo, pero lo cierto es que muchos de sus dibujos representaban varias escenas de aquellas historias que escuchaba mientras permanecía absorto en su arte. Abuelo y nieto habían sido muy unidos, tenían una conexión especial, por eso, cuando la batalla contra el cáncer le arrebató el último aliento a Mario, una buena parte del mundo del niño se vino abajo; el débil puente que lo unía con sus padres, y con el resto del mundo, se quebraba a pedazos, aunque esto no se reflejaba en su inocente rostro, que permanecía en “neutro”, dificultando encontrar cualquier emoción.  Su rutina continúo como si nada, pero en el fondo Luis sabía que las historias se habían ido, y los niños perdidos que encontraban su hogar, y los edificios hambrientos que comían gente; solo quedaban los colores, las tizas, las temperas, los cuadernos y la pequeña bailarina que, solitaria como él, daba vueltas y vueltas en su pequeño mundo musical.

 

Capítulo II

Luis no entendía muchas de las conductas de los adultos, aunque a decir verdad, tampoco lograba entender a los chicos de su edad.  No le gustaban los juegos de contacto, sus manos estaban diseñadas para trabajar con lápices y colores, no con pelotas, ni lazos, y todo esto lo hacía sentirse “extraño”, quizá como uno de los personajes que inventaba su abuelo en sus historias, con la diferencia de que a ellos les sucedían cosas fabulosas mientras él tenía que soportar el peso de los días. Cuando sus padres creían que estaba dormido, el pequeño alcanzaba a distinguir palabras como “mongólico”, “autista” y “lento”, y aunque no entendía nada de lo que hablaban, estaba seguro que esas no eran palabras con que se describiría a un héroe de cuento, al menos su abuelo nunca las utilizó. Era consciente de que era lento, es decir, que no corría tan rápido como los demás chicos, incluso era algo torpe en sus movimientos, pero… ¿mongólico? ¿Retrasado? ¿Autista? ¿Qué era eso? Quizás era por eso mismo que escuchaba pelear a sus padres: “¡por parte de mi familia todos han sido normales Laura!”, gritaba papá, mientras mamá sollozaba y se encerraba en su alcoba dando un portazo. “De seguro, si me hubiera ido yo en lugar del abuelo mis papás serán más felices”, pensaba el niño. Él quería aprender a sonreír, así, creía él, las cosas en casa mejorarían un poco, pero, ¿cómo sonreír cuando no se conoce la alegría? La había experimentado junto a su abuelo, pero ahora que él ya no estaba, había olvidado como era aquella sensación.

Las nubes grises pasan, y sale el sol, y alumbra los espacios oscuros, aún aquellos espacios del corazón que nadie puede percibir. En el caso de Luis, ese sol vendría en forma de mujer, una mujer que tocaría su vida para siempre, una mujer que le enseñaría a aceptarse a sí mismo, a convivir con sus diferencias y a comprender los códigos y señales de ese mundo hostil que nada tenía que ver con el de los cuentos que Mario le leía.  Luis jamás la olvidaría, su influencia sería tal que a pesar de los años el recuerdo de su nana llenaría su corazón de alegría,  esa alegría que se experimenta solo cuando se quiere a alguien con el alma. Era el año 1984, la jornada escolar estaba comenzando y los chicos estaban entusiasmados porque volverían a encontrarse con sus compañeros. Era la primera vez que Luis iba a la escuela, no sabía cómo era encontrarse con amigos, pero lo que si sabía es que no quería saberlo. Lo único que le llamaba la atención de entrar al pre kínder era que sus padres le comprarían cuadernos nuevos. “¿Crees que sea una buena idea?”- preguntaba Laura. “La verdad no estoy muy seguro”, respondía Santiago; “pero la psicóloga aseguró que le haría bien interactuar con otros niños”. “Esto no es solo por la muerte de papá, él ha sido así desde siempre”, contrapuso la madre. “Los otros niños”- argumentaba el joven papá- “le ayudarán a ser un chico normal, el niño que tú y yo siempre hemos querido tener”.

No obstante, “el chico que papá y mamá siempre habían querido tener” se volvió más retraído y ensimismado que antes. Los profesores tuvieron que llamar varias veces a la mamá para informarle que su hijo se negaba a entrar a clase, lo cual era una ligera alteración de la verdad; la escuela era tan grande que todos los corredores, pasillos, incluso los rostros de los estudiantes, le parecían iguales.  Llegaba al salón que no era y se quedaba llorando sentado en las escaleras que conducían a la oficina del rector, negándose a moverse de ahí hasta que sonara la campañilla de salida. Una vez, el director en persona llamó a los papás de Luis para decirles que su hijo había demostrado conductas agresivas al golpear a uno de sus compañeros solamente porque este, accidentalmente, le había tocado el hombro.


Apenas fueron seis meses los que Luis pudo aguantar en aquella escuela que parecía del tamaño de Cundinamarca entera. “No sé qué vamos a hacer contigo”- le reprochaba su madre- “¡no te ha faltado nada!”.

Pasaron los días, las lluvias dieron pasó al otoño y con él a los vientos del norte que llegaban en manada para azotar sin piedad las calles bogotanas. Las hojas de los árboles empezaban a cambiar de color, ya no se veían verdes sino amarillentas y marrones, sin embargo a Luis le pareció como si todo estuviera verde cuando vio por primera vez la sonrisa de Mónica. Fue el primero de octubre que aquella misteriosa joven apareció por primera vez en la casa de los Poveda. Luis no solía mirar fijamente a la gente, pero esta vez el chico no dejaba de contemplar las simpáticas pecas que salpicaban sus mejillas. Era una chica alta, de cabello negro, ondulado y largo. Para una persona adulta, ella podría ser la representación más emblemática de la belleza que se podría esperar de una mujer, pero para alguien con la sensibilidad de un niño Mónica era como una niña grande, en parte por la inocencia de su mirada y en parte por la delicadeza de sus maneras, como una chica que ha sido bien educada por sus padres y sabe guardar el recato sin dejar de ser espontánea.

-Así que tú eres Luis – preguntó la joven mujer sin dejar de sonreír. Su voz denotaba cierto acento caribeño.


Silencio.


-Sé que pintas muy bien. ¿Me dejarías ver algunos de tus cuadros?


De nuevo silencio.


-¡Ah, pero mira que biblioteca más simpática! ¿Y esos cuadernos? ¿Es donde dibujas? ¿Puedo tomar un…..

-¡Ahhhhhh!!!!!


El grito de Luis hizo que la joven  retrocediera bruscamente, empujando ligeramente la cama. La cajita de música que estaba en el borde cayó deslizándose suavemente por el edredón, de suerte que no sufrió ninguna avería. El golpecito de la caída apenas hizo que la tapa se levantara y la diminuta bailarina empezará a girar al compás de la melodía.


-Se parece al sonido de mi hogar- comentó Mónica mientras sus ojos contemplaban con cierto aire de nostalgia a la bailarina dando vueltas. Luis pudo notarlo.


-¿don..dónde vives?- Preguntó el niño, como si no estuviera muy seguro de formular aquella pregunta.

De la biblioteca había caído uno de los cuadernos. Mónica se inclinó para levantarlo, había quedado abierto en la mitad. Con sus largas y finas manos desarrugó las hojas mientras señalaba el dibujo que había en ellas.


-Se parece mucho a este paisaje. Y las casitas de la aldea de dónde vengo son muy parecidas a esta que dibujaste.


-También sé pintar edificios- dijo el chico.


-Lo sé mi amor.


A Luis le extrañaba que hubiera dicho esto, ¿por qué habría de saberlo? Pero lo que más le generó inquietud fue lo que Mónica dijo después:


-Ellos no comen gente.


Quizá por primera vez su rostro expresaba alguna emoción, solo que en este caso no se podría definir el sentimiento que su carita reflejaba con precisión. ¿Extrañeza? ¿Curiosidad? ¿Sorpresa? ¿Asombro? Aunque no sabía muy bien que responder, el niño atinó a decir:


-A mi papá se lo comen todos los días; a él y a mucha gente. Debe ser por eso que llega todos los días de mal humor. No lo culpo, debe ser muy feo que un edificio te coma.


Los grandes ojos cafés de Mónica se agrandaron más todavía ante aquella explicación. La enterneció tanto que solo supo abrazarlo mientras besaba dulcemente sus cachetes rosados. La primera intención de Luis fue apartarse ante tal muestra de efusividad, pero, extrañamente, se sintió cómodo entre sus brazos. No sabía muy bien porque aquella joven que acababa de conocer lo abrazaba de esa manera, pero en ese instante pensó que le gustaría que su mamá  hiciera lo mismo de vez en cuando.


-No mi vida, los edificios no se comen a la gente. Tu papá debe trabajar en un edificio muy alto y cuando llega a casa llega cansado, eso es todo.


-A veces siento que mis papás no me quieren- soltó de repente el niño. – Quizás sea porque no sé jugar a la pelota como los otros chicos, o porque no me gusta jugar a las escondidas ni a las carreras.

Luis pudo notar como los ojos de su nueva amiga brillaban, incluso le pareció ver una pequeña lágrima queriendo escapar rodando por sus mejillas. Los largos dedos amortiguaron la huida.


-¡Por supuesto que te quieren chico! Además, no a todos nos pueden gustar las mismas cosas, ni todos podemos ser buenos en los mismos juegos. Podemos sobresalir en diferentes actividades, el hecho de que tú no seas bueno en algo no significa que valgas menos que los demás.


-Soy bueno dibujando.


-Lo sé, lo he visto.


-También me gusta armar rompecabezas. Estoy armando uno grande.


-¿Y de qué es?


El niño iba a responder pero en aquel momento entró la mamá a la habitación. Era la hora de las onces, Mónica se tenía que ir y no podía quedarse para la cena; el chico ni siquiera se dio cuenta a que horas salió de la casa. Aquella conversación con su nueva niñera le había parecido como un sueño; esa noche durmió profundamente. Al principio soñó que un edificio gigante se comía a su papá y lo escupía, luego, en el mismo sueño, le pareció escuchar las palabras de su nana como si fueran una canción: “los edificios no comen gente pequeñín; ni mujeres ni niños, ni hombres en corbatín”. Después quedó tan tranquilo como un polluelo escondido en su nido.

Capítulo III

-¿Por qué la gente habla tan raro?, le preguntó una vez el chiquillo a su nana mientras dibujaba.

 

-¿A qué te refieres corazón?

 

-Es que dicen algo pero hacen otra cosa, y muchas veces ni siquiera hacen lo que dicen que van a hacer. Además, mi tío Mario Alberto dice cosas muy raras; cuando está muy cansado dice que está sudando petróleo. Mi mamá dice que mi papá le saca la leche y yo no entiendo nada. Mi mamá no es una vaca, ¿cierto?

 

-Cierto.

 

-Pero entonces, ¿porque dicen esas cosas?

 

-Lo que pasa Luisito es que los adultos tienen una forma particular de decir las cosas. Les gusta exagerar y por eso en ocasiones dicen cosas que no entendemos.

 

-¿Por qué mi papá no cumple sus promesas?

 

Un viento frío recorrió el cuerpo de Mónica; no sabía que responder a aquella pregunta tan directa, tan cruda y a la vez tan madura para un niño tan pequeño.

 

-Debe ser que no ha tenido oportunidad de hacerlo, pero quien sabe, a lo mejor te dé una sorpresa más adelante.

 

-¡Nadie las cumple! Insistió el pequeño.

 

-Dios si las cumple.- respondió Mónica como en un susurro, casi como si estuviera cantándole. El niño quedó sorprendido, tanto por la respuesta en si como por el tono amoroso con que se la dijo.

-¿Tú crees que Él me entiende?

 

-No lo creo, lo sé.

 

-Es que la gente dice que soy muy raro, que no soy como los otros niños.

 

-Eso es porque la gente no puede ver más allá de las apariencias, pero Dios si puede ver lo que nosotros no vemos y también entiende lo que nosotros no entendemos.-  Las palabras de Mónica habían brotado de forma tan pausada que el chico se sintió casi que hipnotizado ante la cadencia con que ella hablaba. Le gustaba oírla hablar, lo tranquilizaba.

Capítulo IV

Pasaron cinco meses, y niño y niñera se hacían cada vez más unidos. Mónica siempre llegaba por las tardes, a la hora en que la mamá de Luis se reunía con sus vecinas para jugar a las cartas. Ambos hablaban de todo, de los pájaros, de los perros, del viento, de los árboles, de los cuentos de Rafael Pombo. A ella le encantaba escuchar los puntos de vista del chiquillo, siempre tan centrado, siempre tan atento a las palabras, incapaz de arrancarles su correspondiente significado.


-¿Cómo es que Rin Rin Renacuajo habla como habla un ser humano?


-Este….


-¿Y cómo es que un renacuajo se pone ropa y una ratona sabe tocar guitarra? O es una ratona gigante o la guitarra es demasiado chica.


-Es cierto, tienes toda la razón.


-Esos cuentos tienen tanta lógica como los que me leía mi abuelito, solo que, aunque no entendía mucho de lo que él me contaba, me gustaba oírlo. Como me gusta oírte a ti, pero a ti si te entiendo.


-¿De verdad?


-Es en serio.


Con un hondo suspiro Mónica se dirigió al chico de una forma solemne. Indudablemente, era muy importante lo que tenía que decirle y el niño se sintió algo intimidado ante la repentina seriedad de su amiga.


-Luis, sabes que no podré estar contigo siempre.


-¿Por qué? Exclamo Luis sin tratar de ocultar la ansiedad que esas palabras le generaban.

-Mi vida, dentro de poco entrarás al colegio. Ya no podré estar contigo; tendrás una vida, vas a estudiar y te convertirás en un gran hombre.


-¡Yo no quiero ir al colegio! ¡No me gusta! - Protestó el chiquillo.


-Lo sé, entiendo que no es fácil para ti, pero te diré un secreto que a mí me funcionó: cuando los otros chicos te molesten mira al cielo y piensa que Dios se está dando cuenta de todo lo que está pasando. Él entiende tus miedos y a su tiempo sabrá recompensarte por todos esos momentos desagradables. 

Sin poder contener el llanto, el niño se le acercó para abrazarla con fuerza, como queriendo evitar que partiera.


-No quiero que te vayas Mónica. No me dejes como me dejó el abuelo.


Una lágrima rodó por sus mejillas y cayó en la frente del pequeño que seguía haciendo pucheros. No era algo que dependiera de ella, ya su historia estaba escrita, al igual que la de Luis, y por más doloroso que fuera para ambos no podía postergar por más tiempo la partida.

Capítulo V

Enero llegaba a su fin. Las fiestas decembrinas acababan pero quedaban las deudas que daban testimonio del despilfarro navideño. El temido febrero asomaba su cara en medio de días soleados. Un nuevo periodo escolar pronto daría comienzo y los padres de familia saltaban matones para comprar la exigente lista escolar. Los padres de Luis, al igual que otros padres,  hacían los trámites para matricular a su hijo en el colegio.


-¡Quiero que Mónica siga conmigo!- protestaba inútilmente el niño. Sus padres no le prestaban mayor atención, solo querían que todo estuviera listo para que Luis empezara a asistir a clases a partir de la próxima semana.  Mónica ya no iba a cuidarlo, sus visitas cesaron de un momento a otro. El primer día el pequeño pensó que se le habría presentado algo pero que al día siguiente vendría sin falta, mientras tanto estaría armando su rompecabezas gigante. Pasaron dos días, tres días, una semana.


Al mes el pequeño Luis volvió a Luis experimentó aquella vieja sensación de vacío, tan familiar para él.

La vida escolar no representó mayor cambio. Los demás chicos se seguían burlando de él y los profesores no le prestaban mayor atención a sus “excentricidades. Luis siempre se acordaba de Mónica; cuando las cosas con los otros chicos se ponían feas recordaba aquellas palabras: “Dios puede ver lo que nosotros no podemos ver y puede entender lo que nosotros no entendemos”.  El niño miraba al cielo y en la profundidad de lo infinito una luz de esperanza renacía en su corazón. Fue Dios quien le dio las fuerzas para continuar el bachillerato, e incluso, en su carrera universitaria, fue su confidente en los días de soledad, y aún, en los días de compinchería que él sabía perfectamente que era fingida e interesada. Para la fecha en que estaba estudiando Psicología, ya en el ámbito científico se hablaba de un síndrome conocido como Asperger. A Luis le sorprendió conocer las características de dicho síndrome, pudo comprender muchas de las cosas que cuando niño le resultaban en extremo abrumadoras.

Capítulo VI

-Amor, ven a ver esto; le dijo una tarde el señor Poveda  a su esposa. -¿Tú se lo compraste?


-Pensé que habías sido tú, respondió la mujer. - Debió ser mi hermano, a él también le gustaban los rompecabezas cuando chico.

Sobre la mesita del escritorio de la habitación de Luis había un rompecabezas terminado. Era de muchas fichas, lo que sorprendió a aquellos padres que no se imaginaban a su hijo en tan ardua y “tediosa” tarea. La figura que se distinguía era el rostro de una mujer joven, sonriente y de grandes ojos cafés que hacían juego con las pecas que surcaban sus mejillas. La larga y negra cabellera descansaba sobre los hombros, dándole la apariencia de una princesa árabe.


-No sé tú, pero yo  lo voy a enmarcar-,  dijo alegremente el padre de familia.


-Ni que fuera la Mona Lisa, - objeto la mamá, pero lo cierto es que terminaron por enmarcarlo y  colocarlo en la sala, sobre el muro donde estaba la chimenea. Cuando las visitas preguntaban quién era la joven del cuadro el pequeño Luis se apresuraba para responder que era su nana; la gente reía y continuaba su conversación.

Capítulo VII

Pasaron los años; Luis se había convertido en un hombre de bien. Era una autoridad en su profesión y la gente le respetaba, aunque, en lo profundo de su alma, seguía experimentando esa sensación que le impedía “conectar” plenamente con las otras personas. Para él, el mundo seguía siendo un lugar incomprensible, más eso no fue obstáculo para que uniera su vida a la de una maravillosa mujer. Ella era lo que en el argot  psiquiátrico se conoce como “neurotípica”, es decir, una persona “normal”.  Si bien habían cosas de su marido que no comprendía y que, incluso le causaban gracia, no por eso dejaba de amarlo y respetarlo. Junto a ella Luis aprendió a reírse de sí mismo, aprendió a no tomar tan en serio a los que no debían tomarse tan en serio y a cuidar su noble corazón de aquellos buitres emocionales que sabían explotar muy bien el lado sensible de las personas. Había aprendido a mirar a las personas a los ojos por más de tres segundos, aunque esto no dejaba de producirle cierta incomodidad. Algunos colegas le llamaban el “viajero del tiempo” debido a la forma particular que tenía de hablar  a veces: “vosotros”, “vosotras”, “vuestro”, “vuestros”, “me gustaría presentaros” ect, sin embargo eso ya dejaba de atormentarle y empleaba ese mismo lenguaje con su mujer en juegos que terminaban en un sinnúmero de caricias y besos apasionados que después daban lugar a la risa y la chanza.

Epílogo

Algunos filósofos dicen que la vida es un devenir; otros menos imaginativos aseguran que es una sucesión de hechos que se repiten regularmente, haciendo que la realidad sea completamente predecible. Otros, más poéticos que filósofos, argumentan que la vida es una melodía que vez tras vez va esparciendo sus notas en el tiempo para terminar uniéndolas en una obertura que no se detiene y que, al contrario, se reinventa con las tonadas recicladas. Tal vez fue por eso que un primero de octubre, a la casa de Luis Poveda, llegó aquella carta que inconscientemente había estado esperando desde siempre.  Su esposa hacía pocos días había fallecido, Luis estaba solo con su hija Lily; la tristeza había dado paso a la esperanza, y esta misiva era la confirmación de sus sueños más profundos, no obstante, no pudo evitar desvanecerse en llanto con cada palabra; había perdido sus gafas y fue su hija quien le leyó aquellas conmovedoras palabras que terminarían retumbando en su corazón. Mientras la chica leía, quizá por los años, quizá por una mala jugada de las emociones,  a Luis le pareció escuchar en la voz de Lily cierto acento caribeño.

 

Querido Luis:


Sé que me fui sin despedirme de ti, pero no podía hacerlo; las despedidas me son dolorosas, además no sabía cuál sería tu reacción, teniendo en cuenta que acababas a perder a tu abuelo. Por cierto, don Mario supo describirte muy bien, pero la verdad, yo te encontré más dulce de lo que él me había dicho. Sé que por aquellos días te sentías en el planeta equivocado (de hecho, yo también me sentía un poco así), y sé que ahora, a pesar de tener tu cabello inundado de canas te sigues sintiendo en el planeta equivocado, solo que ahora sabes manejarlo muy bien, ¡demasiado bien!, ¡hasta te casaste y fundaste una familia! Me alegra saber que con Lily no cometiste los mismos errores que tus padres cometieron contigo, y eso habla muy bien de ti. La gran mujer que es ahora tu hija es fruto de tus enseñanzas y más que todo, del ejemplo que supiste darle. ¿Recuerdas cuando me dijiste que tu padre no cumplía sus promesas?, pues tú cumpliste las que le hiciste a ella; lo único que te faltó fue ser menos literal al momento de entender los chistes :)

-En esta parte te pone carita feliz papi- interrumpió la joven.


Ya lo debes saber pequeño, falta poco para que tu viaje en esta realidad que nunca terminaste de entender llegue a su fin, más no es el final del camino. Tu viaje apenas comienza, y yo estaré muy contenta de recorrer contigo este nuevo mundo que te espera y que no deja de sorprender.  En el fondo, siempre lo tuviste claro, solo que no lo entendías; aquello que durante mucho tiempo tú creías era tu mayor defecto resultó ser tu don, el regalo maravilloso que Dios te dio para ayudarte a fijar tus ojos en Él. Las noches de soledad y las lágrimas en silencio fueron registradas por tu Creador que nunca dejó de consolarte. Mientras te preguntabas el porqué de las cosas, Él desde su Trono te decía: “aguanta pequeño, ahora no lo entiendes, pero llegado el momento vas a ver con claridad y entenderás el propósito de todo aquello que estás viviendo”. Y lo lograste Luis, no porque yo hubiera llegado a tu vida sino porque le creíste a Dios. ¿Te acuerdas de la música que nos conectó aquella primera vez?, ella te guiará mientras recorres el largo sendero que te espera; quizás la escuches un poco distinto porque la vas a escuchar en su verdadera gloria, pero la sabrás reconocer.  


Recuérdalo siempre pequeñín: “Ligera de equipaje, como nube que pasa”.


Tu “Mona Lisa”.


-¿Tu “Mona Lisa”?, ¿Quién es ella papi?


Con voz afectada, y  los ojos inundados en lágrimas Luis respondió:


-Un ángel que Dios me dio por nana.

 

 

Dedicado a Mónica Spear. Tu ternura y dedicación me conmovieron y ahora vives en mi corazón.  Manuel Cedeño admiro tu entrega y tu ejemplo de superación, esto va dedicado a ti también y a todas las personas que por su condición  padecen discriminación, violencia, burlas y segregación.Ustedes entienden mejor el mundo que el resto de las personas chicos.